martes, 23 de marzo de 2010

Apuntes sobre periodismo digital

Si hay algo de lo que debemos ser conscientes los periodistas, es de los nuevos retos que nos exige la web en términos de calidad y eficiencia. Sabemos que el principal objetivo a la hora de escribir es informar, pero para ello es importante tener en cuenta las necesidades de los usuarios. Escribir, redactar y presentar contenidos noticiosos para internet requiere entonces de un proceso ágil que reconozca y facilite la experiencia de los lectores digitales. Según el Manual para escribir en la web “Tienes 5 segundos”, de Juan Carlos Camus, los usuarios ojean rápidamente el sitio para encontrar aquello que es de su interés, centran su atención en letras grandes más que en las imágenes y desean la mayor cantidad de información posible en pocas palabras, en un lenguaje claro y directo. Esta situación hace que repensemos nuestros propósitos a la hora de escribir, de modo que la premisa de informar debe enlazarse con la de ordenar para comunicar.


Toda pieza informativa presentada en un sitio web compite a diario con el resto para cautivar a los usuarios y por ello es crucial que los contenidos sean construidos desde una identidad propia y desde conceptos de calidad y utilidad: la jerarquización de los datos, una escritura limpia y objetiva, un título concreto pero rico en información y un lenguaje sucinto y comprensible, son algunas de las características que pueden aprovecharse para posicionar nuestros productos periodísticos. También, a la hora de escribir, no hay que olvidar las normas generales introducidas por la ya conocida pirámide invertida, la construcción de párrafos que contienen una única idea y la preferencia a los hechos más que a los juicios.

Teniendo claro lo anterior, vale la pena reconocer las ventajas que nos ofrece internet al ser el medio interactivo por excelencia. Esta virtud hace que los contenidos escritos sean reforzados y complementados por soportes como audios, videos, infografías o íconos que le proporcionan al usuario una experiencia más atractiva y participativa, generando nuevos espacios de construcción colectiva y de opinión. Asimismo, internet nos permite llegar a miles de personas sin importar sus diferencias y limitaciones, pues aún si conocer a la persona que está al otro lado de la pantalla, sabemos que tiene preferencias, necesidades y distintas formas de interactuar en la web. Por lo tanto, el trabajo digital debe también desarrollarse en términos de accesibilidad, ya que, en últimas, son los usuarios quienes reconocen la calidad de nuestros contenidos.

Además, para garantizar el crecimiento de adeptos a nuestro sitio web hay que reforzar la credibilidad a través del reconocimiento a las fuentes tratadas en las piezas periodísticas, en la organización de la página, en la cantidad de servicios y productos dispuestos para los usuarios, en la confianza que debe generar el trabajo de quien escribe y elabora todos los contenidos, en la seriedad y confianza que puede proporcionar el diseño de lugar, en la usabilidad, la actualización, la promoción y en el interés por minimizar los errores. Estas características permitirán que el sitio web pueda posicionarse y diferenciarse entre la vasta cantidad de portales de noticias ya existentes. La clave es innovar con calidad y responsabilidad para cumplir con los desafíos que la web y el oficio periodístico nos exige, que por supuesto, se alejan cada vez más de las estructuras y las formas tradicionales de información. Ahora, contar la realidad del mundo va más allá de las palabras, del tiempo y el lugar, este es el nuevo reto de lo que hoy conocemos como periodismo digital.

jueves, 18 de marzo de 2010

La mujer de la cárcel Modelo

Dentro de la cárcel pareciera que el mismo aire pasara por seis mil pulmones en tiempo récord. Hay un olor especial, similar al de las plazas de mercado donde los pájaros enjaulados mueren o esperan su libertad. Al final de un pasillo, aparecen dos puertas de hierro; una, tiene dos vidrios circulares donde algunos presos se asoman esperando ver algo nuevo; la otra, se abre y da paso a un par de tacones rojos de ocho centímetros que aguantan a un hombre de un metro con noventa de altura y de voz grave intentando ser dulce. Se llama Henry de bautizo pero ha sido Jessica desde siempre.


Afuera, el aire no pesa y corre libre. En la entrada de la cárcel hay un letrero que intenta explicar que en la Modelo se cultiva cultura de libertad. Llama la atención que justo al frente, en medio de basuras y calles rotas, han clavado una leyenda que más bien parece un chiste flojo: “tú haces el ambiente Inpec-able”. Jessica ha tratado durante nueve años y dos meses poner en práctica ambas premisas en el patio tres de esta cárcel para hombres. Su celda, de luz pobre, dos veces más grande que un ascensor para seis personas, con un espejo largo como para verse de perfil pero no de frente y una caja vieja llena de ropa de mujer, es el lugar más limpio de todo el establecimiento, quizás, uno de los más privilegiados. Todos los días tarda una hora en arreglarse. A sus cincuenta años le gusta usar pantalones ajustados con algún detalle especial, como uno de sus favoritos que dice “sexy” justo en el centro de su nalga izquierda. Se siente cómoda con el escote de sus blusas que dejan al descubierto un poco de su brasier talla treinta y ocho. Nunca olvida retocar el maquillaje de sus cejas, pestañas, pómulos y de sus anchos labios. Al final, pone una pañoleta en su cabeza para ocultar la alopecia, toma el bolso y se siente lista para salir a caminar con elegancia en medio del hacinamiento, entre burlas escabrosas y vulgaridades que con el tiempo aprendió a ignorar. Hoy en día, simplemente dice ―gracias papacitos, ¿yo qué haría sin ustedes?― manda besos y sonríe con naturalidad.

Ella, con delicadeza, se sienta en una silla cualquiera dentro de un consultorio médico para contarme su vida en una sesión de tres horas, como si se tratara de una terapia para desahogar sus pensamientos. Sin dejar de cruzar sus piernas perfectamente depiladas, cierra los ojos para recordar los primeros días de condena, cuando vivía entre violadores, homicidas y personas con VIH. Las riñas diarias, que terminaban en muerte, hicieron que el miedo se convirtiera en su mayor debilidad, pues su condición de homosexual y transgenerista la hacía, más que a nadie, vulnerable al riesgo. Cada vez que salía de su encierro, uno que otro cacique o Pluma, como le llaman a los presos de poder, mandaba a alguno de sus pupilos a tirarle palos, papas y botellas en manifiesto a su hombría. Su único consuelo era la presencia de otro travesti, que luego de unos días fue remitido a otra cárcel. Así, esta mujer de espíritu y corazón aprendió a vivir sola, a fuerza de trabajos y de una larga espera de visitas que nunca llegaron.

Ahora, la “Jessi”, como le dicen algunos guardias y compañeros de patio, es uno de los internos más antiguos. El tiempo y el encierro la convirtieron en una figura de poder y reconocimiento dentro de la cárcel. Solo ella, desde hace tres meses, tiene la posibilidad de salir 72 horas cada dos meses en estímulo a su buen comportamiento y a su participación en jornadas de aseo o peluquería. Todos los días, desde muy temprano, visita hasta las celdas más olvidadas para escuchar las necesidades de los internos: les lleva ropa de hombre y cobijas de algunos conocidos que salieron en libertad. ―Los consiento, bailo con ellos, les arreglo el cabello, las uñas. Algunos chicos de buena voluntad me dan bonificaciones por mi trabajo, a veces con papel higiénico, a veces, con galleticas―. En su bolso rojo, que más bien parece un morral desgastado, carga un par de hojas escritas de su puño y letra. Allí consigna algunas inquietudes de los reos, y luego, cada vez que puede, se acerca a las directivas de la Modelo para entregarles esa lista de penas y necesidades, en busca de colchonetas y ayuda sicológica. Ahora que puede jactarse de su fama y sus buenas obras, sin que alguien llegue a molestarla, me cuenta que gracias a su trabajo gratuito pero lleno de voluntad, ha logrado hacer de su patio un lugar más digno, con algunas mesas para no comer como animales y un par de sillas para que los más ancianos puedan ver con tranquilidad cómo acaba otro día.

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Claudia Penagos, la única fisioterapeuta de esta cárcel superpoblada, sabe del poder que Jessica posee, porque en medio de gestos tiernos y visitas esporádicas a su consultorio, le recomienda atender mucho más rápido a los internos con los que mantiene discretos romances. Casi siempre se trata de jóvenes con algún encanto que llevan a cuestas el peso de su soledad. Alejandro, con fama de ser el preso más apuesto e instruido de toda la cárcel, aún tiene paciencia cuando Jessica lo ve y le dice que es su marido. Él y todos lo que están cerca se echan a reír mientras alza la mano para mostrar el anillo de su dedo anular recordándole que allá afuera está su mujer que lo espera. A pesar de sus intentos sentimentales, Jessica no olvida la razón de su condena, que más allá de tratarse de un malentendido, es la defensa de un amor, un amor que después de casi diez años se arrepiente de haber conocido porque prometió estar con ella hasta el final si tenía el valor de encubrirlo en un homicidio resultado de una dosis de puñales, tragos y drogas. Tras cuatro meses de audiencias negó la verdad por temor y solo hasta el día en que la juez la sentenció pudo entender que la confianza que le daba su inocencia la había traicionado. Su libertad, al igual que el hombre que la culpó, se marchó para siempre.

Detrás de su mirada coqueta y sus gestos de profunda feminidad se escapa un grito ―Me encantan los hombres pero ¡cómo los odio!―. Su experiencia la ha hecho concluir que ninguno la ha querido de verdad. Sin ser fatalista me dice que aquellos que se le han acercado le brindan compañía y cariño, pero nunca amor, porque la relación con el paso de los años se vuelve costumbre, falsa, interesada, llena de infidelidades y maldad. Únicamente han visto en ella un refugio, a veces, un desacierto. Jessica suspira y se va por un momento. Después de unos minutos me cuenta, en forma de secreto, que mantiene una relación a distancia con un hombre que conoció en la cárcel, todos los días hablan por teléfono y comparten con palabras sus soledades. Ella, solo cuando cuelga, recuerda sus traiciones. Prefiere no decir mucho al respecto.

Marco, un joven de 25 años portador del VIH, quiso contarme que luego de las cinco de la tarde, cuando los guardias cierran bajo llave las puertas de cada patio, Jessica suele sentarse en una banca a llorar. Él cree que es por falta de amor; ella sabe que es por una frustración a causa del encierro, que no le permitió ver a su madre antes de morir pero sí le dio la oportunidad de abrazar el ataúd de su padre en la ciudad de Ibagué. Jessica tiene dos formas de expresar su vida; una, con alegría y carácter; otra, con dolor por lo perdido. Esa es la cruz que lleva todos los días. No se arrepiente de haberse ido de su casa a los 15 años, de dejar a sus ocho hermanos y a sus padres ejemplares. Todo lo arriesgó para defender su identidad, para usar labiales y vestidos sin que nadie le dijera que estaba mal, para tomar hormonas femeninas y a los 37, haberse puesto implantes en el pecho y en las caderas. De lo que sí se arrepiente es de no haberle dicho a nadie que desde los siete años un hombre la violaba, que más tarde en las calles se prostituyó para pagar un arriendo y poder comer, que las cicatrices en los brazos son producto del maltrato y que durante toda su vida creyó en el amor hasta el día en que descubrió que gracias a él y a una estúpida pared no podía ver crecer a sus sobrinos.

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La única cafetería de la cárcel Modelo está en el patio tres. Jessica se tomaba un café para calmar el frío y viajar nuevamente al pasado. Ella le pagó al muchacho que atendía con tres cigarrillos y le picó el ojo. Recuerda que la peor experiencia de su vida fue su traslado a la cárcel de Cómbita, una cárcel de alta seguridad en el departamento de Boyacá. Fue la interna 1500. Siempre ha pensado que la primera impresión es la que cuenta, así que ese día se arregló como nunca. De repente, su voz se quebrantó y ella se derrumbó en llanto: trataba de explicarme que luego de dar unos pasos en esa cárcel le pusieron grilletes en los pies y en las manos como si se tratara de un monstruo, le quitaron la ropa, su maquillaje, le cortaron el pelo y la poca libertad que le quedaba. Durante 43 días la obligaron a vestirse como hombre, pero siempre se ingenió la forma de quitarse la ropa hasta quedar en interiores, sin importar cuánto frío tuviera que aguantar. Su barba había crecido considerablemente. Hasta ese punto pensó que prefería morirse antes de seguir siendo tratada como un objeto sin valor. Gracias a Ana María Escobar, Jefe de prensa de la cárcel Modelo, Jessica volvió a Bogotá, aprendió sobre Derechos Humanos y las labores de la Defensoría del Pueblo. Desde ese día se siente la mujer más afortunada. Ya no había más torturas.

Falta media hora para que se acabe la terapia que ayuda a desahogar los pensamientos. Jessica se retoca suavemente el maquillaje corrido por el rastro de sus lágrimas y cambiando radicalmente el tema, me dice que la novela de las ocho está buenísima pero a veces está tan cansada que se queda dormida. Nadie pensaría que en la cárcel hay mucho que hacer, pero ella rompe ese falso mito maquinado por los que no aprovechamos o valoramos cada minuto de libertad. ―El día que no pego un grito o no me ven caminando por ahí, ese día me extrañan―. Solo el dolor de la fibrosis causado por sus viejos implantes hacen que Jessica no salga de su celda. ―Siento un malestar muy fuerte, por eso me quedo quietica, me he hecho cirugías por gusto, pero nunca me comparo con las mujeres, porque ellas son creación, nosotras, somos postizas―. Nuevamente vuelve a su rostro una sonrisa coqueta.

Cuando sale de la cárcel toma un taxi, va a centros comerciales, iglesias, compra detallitos para algunos internos y siente que vuelve a vivir. La diferencia es que en la calle ya no es “la Jessi”, sino una persona como cualquier otra, que intenta seguir adelante a pesar de su miedo a no encontrar amigos y a no cumplir sus sueños, como el de volver a ver a sus hermanas y tener su propio salón de belleza con una foto de Jessica Lange, la protagonista de King Kong de los años setenta a la cual le copió su nombre y una que otra mirada. Trayendo su mente de nuevo a la cárcel agitó fuertemente las manos y todas sus pulseras sonaron como un cascabel. Así me contó que en el mes de agosto acabará de pagar su condena. Sin embargo, ella sabe que su deuda con la vida terminará el día en que por fin pueda visitar los ladrillos de la tumba de sus padres. Solo hasta ese momento podrá encontrarse con ella misma. Mientras cierran su celda se despide de mí y guarda, como todas las noches debajo del colchón, unas cuantas palabras para olvidar los tiempos en que el amor pudo más que la verdad. Por ahora seguirá siendo Jessica, la mujer de la cárcel modelo, esa a la que no le importa quitarse los tacones para darle una cachetada al que la merezca.

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Memoria de una plaza en silencio

Para este mes, perdí la cuenta de las veces que he ido a la plaza de Bolívar, simplemente porque en la mayoría de visitas  he tenido que explicarle a mis compañeros de carrera la historia de este lugar y  hacer un análisis sobre la arquitectura, entre otros temas que no vale la pena mencionar. Sin embargo, en mi última visita las cosas fueron diferentes y quizás por eso será muy difícil olvidar lo que viví: ese día no miré, contemplé,  no pensé en mí, sino en el otro, no oí, escuché.

Cada parte de la plaza  es una historia diferente, cada mirada cansada pero esperanzadora  ha sido testigo de la historia de un país que ha pasado por guerras y pérdidas que  se conservan en el silencio. Qué mejor lugar para sentarme, con lápiz  y papel en mano, junto a un adulto que “calentándose”  con el sol bogotano de la tarde me contaba lo que pensaba sobre la espesa y oscura niebla de los crímenes de estado, un tema que duele al recordar pero que aún sigue latente  en el día a día de los colombianos. Por eso, era entendible que algunas personas me dejaran con media palabra en la boca y se fueran porque la sola idea de pensar en el estado les causaba malestar o ya bien fuera porque la lógica moderna no les dio permiso para  hablar aunque fuera un minuto sobre el dolor que les puede causar tantas muertes injustas que pareciera no cargar al hombro el país. Desafortunadamente, todo apunta a que estamos destinados a vivir en un mundo contra reloj.

Qué otro lugar que no fuera la plaza para hacer memoria de las bofetadas que le han dado al pueblo colombiano. Hablar de crimen de estado es hablar de represión, entendida en un término colectivo, comprendido por jóvenes y adultos mayores que ven imposible en Colombia la libertad de pensamiento y más aún cuando es en manos del estado que recae la muerte de tantos seres, familiares, amigos, conocidos, porque una verdadera disculpa o siquiera  la aceptación de los errores  no se ha ni se efectuará por parte del gobierno  que  cada vez que puede se aprovecha del poder que  la gente les ha otorgado. Sin embargo, si se juzga al estado se estaría juzgando en un sentido mas amplio a todos los colombianos porque cada ciudadano tiene deberes que a veces pareciera olvidársenos, y como buenos colombianos casi siempre aquello que se nos ha asignado, lo hacemos hasta el ultimo momento, en el fin de los tiempos.  Hablando con la gente, se me vino a la cabeza una idea Husserliana que refuerza  el pensamiento de los colombianos, y es que  si un crimen se ve como una represión, esto significaría  el freno  total a los impulsos del espíritu  haciendo que el sentido de la existencia del hombre pierda valor en el mundo, si no se puede pensar libremente, no se puede entender  nuestra realidad simplemente porque no hay justicia. “pensar, es desaparecer” como me dijo uno de los entrevistados, ya que al pensar en  divulgar una verdad, se está asumiendo el riesgo de morir por no callar. La violencia  fragmenta  aquello que para algunos es totalmente significativo, el mal pone en crisis el mito, la verdad ultima humana. Es así, como el derecho a la libre expresión toma otro rol: el de ser un privilegio.

La muerte de Galán, la toma del palacio de justicia, hasta la muerte de Garzón han sido golpes muy fuertes para nosotros los colombianos, y ¿qué podría decirse de aquellos crímenes de estado que  se han ahogado en el silencio, en la indeferencia del estado y la impunidad? secuestrados, desaparecidos, y desplazados son señalados por el pueblo como obra de los malos tratos, de aquello que el  gobierno hace por debajo de cuerda, buscando culpables, creando cortinas de humo en los medios, que más de un colombiano toma como verdad.

No puedo ser indiferente al caso de la señora Maria del Carmen Leal, una mujer de 57años que ha vivido el drama del desplazamiento por generaciones, lleva ese dolor en la sangre, sus sueños frustrados porque según ella, las cosas son de otro color en la capital, la tierra, la casa, los animales, se han ido y ha chocado con el pavimento, el ruido de la urbe,  otra vida diferente que deseaba para sus hijos.  El pensamiento de Riké es aplicable en la situación del desplazado pues en términos generales, su forma de entender la realidad,  ha sido suprimida por la violencia que ha roto totalmente el sentido de lo que para él es sagrado, esto es, su vida antes del desplazamiento. Llegar a una cuidad como Bogotá después de tener lo necesario para vivir en completa tranquilidad, significa volver a nacer, enterrando la posibilidad de volver a la vida campesina. Se vuelve casi una obligación la acción de integrarse al mundo moderno capitalista que vive por el “progreso”, la eficacia, con el fin del reconocimiento.

La indiferencia es uno de los peores enemigos del hombre, y lo digo porque durante la tarde se me acercó un hombre que llevaba una niña de brazos y a su lado una mujer, deseando contarme la desgracia de su situación, no quedando duda de eso, por su semblante y la de su familia. Lo que verdaderamente me paró en el tiempo, luego de haberle dado unas pocas monedas fue su reacción, sonriendo, dijo:- “¿si ves? por fin alguien se da cuenta de que estamos pidiendo auxilio, que alegría”. Luego se fueron. Esta pequeña pero  dura situación, me abrió los ojos hacia una verdad  a la que la victima cada día se enfrenta, una tragedia que va más allá de lo material: vivir como si fuera transparente, como un objeto innecesario, la impotencia de no poder  defenderse, de apelar por unos derechos que le corresponde. Solo esa familia sabe lo que se siente.

Las víctimas están en todas partes, pero nos hacemos siempre los de la vista gorda, evadimos un compromiso que tiene nuestro espíritu con los demás, de cierta forma, también somos victimas de otro tipo de cosas, de la velocidad del mundo en el que buscamos prioritariamente suplir las necesidades materiales  que dejan en un segundo plano las necesidades del alma. No obstante, los colombianos sentimos la presión de la culpa, todos sabemos  lo que pasa a diario, muchas veces nos lavamos las manos  juzgando a otros, pero nuestra culpa crece en silencio, disimuladamente, pocos se atreven a divulgarlo y a señalar las penas que se deben ejecutar por los delitos del pasado, del presente.

La mayoría de las personas con las que hable en la plaza, convergen en que los crímenes de estado, tras ser investigados, deben ser  castigados de diferente manera a como se juzgan los crímenes cometidos por los grupos al margen de la ley, a pesar de que ambos terminaron con la vida de muchas personas y dejaron recuerdos imborrables en nuestra mente. El castigo, debería ser aun más severo puesto que se ha abusado de la confianza del pueblo colombiano. Más allá de una cuestión de igualdad de condiciones, el castigo da la oportunidad de aliviar las culpas y no dejar en el viento las arbitrariedades que se han dado a lo largo de la historia. El problema real es a quien o a quienes  se les señalará, pero, para que esto se materialice, podrá pasar mucho tiempo. La incertidumbre esta en todos los rincones, los culpables de los crímenes pueden pasarnos por el lado y  no nos daremos cuenta, pues el silencio se maquilla y muestra la patética fachada del “yo no fui”.  A pesar de esto,  queda el consuelo  de que el mayor castigo espiritual consiste en callar aquello que se ha hecho, haciendo que la mancha del pecado o mancilla  crezca más. Entonces surge el remordimiento.

El pueblo a pesar de ser victima, de ser maltratados como dice Maria del Carmen “en nuestros servicios, en lo mínimo, en lo básico, en la aguapanela y un pan…”  deja en claro que la ley  y los derechos humanos son los encargados de hacer los señalamientos a los crímenes de estado  porque en ellos se reflejan la buena conducta del hombre, y constatan la ideología  colectiva, la subjetividad social de lo que significa “el bien”. 

De ese día en la plaza. que conecta y a la vez separa a la gente. me llevo las ideas, las opiniones de esas personas que todas las tardes en ese lugar hacen memoria y recuerdan como si fuera ayer aquellos momentos de dolor que para muchos ya se ha mitigado, para otros siguen intactos, lo importante es que  contando sus penas, están pidiendo mas compresión, y que  a veces, resulta ser cierto que  cuando se cuentan las alegrías  es mas difícil entender el sufrimiento del otro, somos seres egoístas, pero tenemos conciencia, y ésta cada día nos recuerda el compromiso que tenemos con nuestros hermanos, es bueno tomarse un tiempo para escuchar, para que  los demás narren y entiendan su realidad. Pasa el tiempo y el pueblo sigue insistiendo en seguir siendo”, es decir, en sobrevivir ante el endurecimiento de la realidad así como lo dice Jean Améry. Hablando y  escuchando se logra recordar sin miedo, por el contrario con mucho valor, esperando que algún día la justicia llegue y haga de las suyas, pero ¿quién dará la lucha  en nombre del pueblo? Quizás las victimas, los muertos, los secuestrados y todos aquellos que han vivido en carne  propia la violencia que trae un crimen de estado.

martes, 16 de marzo de 2010

hablemos sobre la cebolla

Creo que las cebollas y las mujeres tienen más de una cosa en común: algunas están huecas por dentro, otras, solo tienen color al final del verano, las hay dulces, amarillas, babosas, largas, francesas, cabezonas y hasta de días cortos y largos, si no, que lo digan los hombres que pasan su vida probándolas hasta encontrar aquella que sacie su paladar, no los haga llorar y después de tanto saborearla ayude a aliviar sus males pues saben que sin importar cuántas capas gaste siempre estará ahí.

biografia

Dicen que lo primero que hace una persona al mirarse en un espejo es fijarse en sus defectos. Desafortunadamente, no soy la excepción. Primero, en esas pecas que tanto me hicieron llorar de niña y me recuerdan lo sensible, chillona y sufrida que he sido durante mis 20 años, luego, miro arriba de mis cejas el rastro de la varicela, que por alguna razón en mi familia nos dio a los malgeniados, perfeccionistas, zurdos, tercos y descaradamente habladores. Aún así, la vanidad me anima a ver que nadie ama la vida tanto como yo y que no toda mujer que se mira en el espejo se llama Jahel.

Historia sin nombre

Cuando yo tenía un año él cumplía dieciocho, hacía dibujitos y estudiaba arquitectura. Ahora tengo veinte y él viaja por el mundo una o dos veces al mes. Estoy convencida de que lo conocí por coincidencia y lo seguí por capricho. Nunca me habían gustado los hombres flacos, pálidos, con arete y orgullosamente convencidos de que todo lo que dicen es interesante, no quiero llamarlo excepción porque muy dentro de mí siempre quise estrellarme con alguien diferente. ¿El lugar del accidente? Una academia en el centro de Bogotá donde yo estudiaba técnicas visuales y él dictaba clases para diseñadores mientras tomaba Coca Cola como si charlara entre amigos. Luego, lo vi exponer en una pantalla gigante cómo navegaban los piratas por la web y trataba de esconder sus nervios pasando un anillo gris entre sus manos. Su toque de misticismo gitano y su sorprendente retórica hizo que más de uno saliera del auditorio diciendo que ese tipo con botas negras y cabello largo les había cambiado la vida. A mí, sin darme cuenta, me cambió el corazón. Por unos meses me olvidé de su presencia hasta el día en que descubrí en un pasillo que sus ojos me seguían con descaro, como si vieran en persona a Caperucita Roja por el bosque, esperando el momento de atraparla. Yo, haciéndome la inocente, con una risita estúpida, acabé el juego al cerrarle la puerta en la cara al lobo feroz.


Mis ganas de hablarle explotaron una tarde cuando se atrevió a invitarme a tomar el café más desabrido de toda mi vida. Creo que nunca se dio cuenta de eso ni de las cosas que le dije porque lo único que hacía era mirarme como si fuera un cuadro al que solo se puede ver pero no tocar, mientras se dejaba resbalar en la silla para recibir el sol. Sin planearlo mucho, nos veíamos una o dos veces por semana pero hablábamos por mensajitos de texto más de lo normal. Alguna vez me dijo que si él tuviera mi edad estaría loco por mí. Yo le dije que si él tuviera veinte jamás me habría fijado en él. En un intermedio de clases me preguntó cuál era mi número favorito. Cuando le respondí se despidió y caminó hasta el salón siete, y al cerciorarse de que estaba vacío, entró. Yo, a uno metros, en medio de mucha gente, sentí que me temblaban hasta las nalgas del susto y después de cinco minutos, como si me estuviera jalando con una cuerda, llegué a donde él estaba y cerré la puerta. Puedo decir que fue la primera vez que un hombre me besó de verdad, porque mucho antes de conocerlo solo tuve malos encuentros que me dejaban asqueada.

Dejando a un lado mi capacidad para cumplir las normas de lo “socialmente correcto”, olvidé por un buen tiempo que él era mayor y nunca me pesó la culpa de su trabajo como profesor. El riesgo fue mi dulce compañía y para él, la mejor forma de escapar de su rutina. Cuando se le antojaba, en la cafetería me leía alguno de sus libros favoritos al oído, sin importar que en la mesa de al lado estuvieran sus alumnos. Solo en secreto, tratando de extender más las hojas, tocaba mi cabello, y yo intentaba mirar su cuello para ver si estaba rojo, porque alguna vez una señora gorda me dijo que si eso ocurría era señal de que a ese hombre le gustaba de verdad una mujer. Al fijarme, abrí bien los ojos y me di cuenta de un pequeño círculo rojizo debajo de su barba. Aunque esa mañana hacía mucho calor, siempre quise pensar que la gordita de capul tenía razón. Con un poco más de confianza le enseñé a mirarme fijamente cuando le hablara, a que me respondiera cómo iban su vida y su trabajo con algo más que un monosílabo, pero él, haciendo uso de su encanto, me enseñó a hablar más bajito, a no preocuparme tanto para no morir de úlcera, a no seguir siendo el conejo blanco del cuento de niños que corre porque siempre se le hace tarde y a fijarme más en los detalles de la vida.

No quería sentirme identificada con la Lolita de Nabokov, pero me gustaba provocarlo con mis caprichos inocentes, con la boca, los ojos y con mi falta de madurez. Él se aprovechaba sin rodeos de mi debilidad y sabía que con solo verlo se me olvidaban los malos ratos. Tratando de hacer la tarde un poco más larga, le gustaba invitarme a sus clases, y a final de su discurso, me hacía sonreír con algún comentario que solo yo podía entender. En ningún momento lo vi llorar, gritar, fumar o preocuparse por algo que hiciera cambiar su expresión de completa tranquilidad. Me habría gustado acompañarlo en cualquiera de estos casos. Creo que a veces sentí ganas verlo dormir.

Nunca le pusimos nombre a lo que pasó. Pienso que, de haberlo hecho, todo se habría arruinado. Lo que si tengo claro es que no era lo suficientemente fuerte como para habernos decidido intentar algo más profundo. Luego del idilio me di cuenta que no tenía mucho que ofrecerle y él con el tiempo sintió que la edad y los prejuicios lo estaban agobiando. Aún así, la puerta quedó abierta el último día que nos vimos dentro de un ascensor, cuando me dijo que no todos entraban en su mundo y yo lo habité sin permiso desde el día en que me vio sentada, mordiéndome las uñas con cara de aburrida y esperando el inicio de una charla cualquiera sobre libros. Al final, como siempre, convencido hasta de sus bromas, me pidió que no olvidara en unos años llamarlo para invitarlo a mi apartamento, pues sin importar que estuviera al otro lado del mundo, no sería tan idiota de dejarme esperando.

Pensé escribir esta historia cuando tuviera treinta. ¿Por qué? Quizás para hacer un buen recuento de mi vida, pero si no lo hubiera hecho ahora, tal vez se me habrían olvidado muchas de las cosas que pasaron con él hace tres años. Hoy estudio periodismo y bailo tango, él publica su primer libro, tiene novia y un perro que encontró en la calle después de salir de cine.

Antes de que se cerrara la puerta del ascensor en el décimo piso, me susurró que cuando pensara en mí buscaría la forma de recordarme nuestra historia. A veces, de noche o al media día y donde quiera que esté, recibo sus mensajes. La última pregunta que le envié en veinte caracteres es qué esperaría de mí si me vuelve a ver, y él tan solo en diez, sin dejar de hacerle oda al silencio, me pidió que le sonriera como la primera vez.

Gerardo Reyes

“La gente busca información para satisfacer una amplia variedad de necesidades. Una de ellas es la de conocer las acciones y omisiones de sus gobernantes, legisladores, jueces y militares, de los comerciantes e industriales que dominan el sector económico de la nación, de los banqueros que tienen en sus manos el dinero de miles de familias y empresas y, en general, de las personas que participan de alguna manera en el manejo de los destinos de su ciudad o país.”

recuerdos de Chela

Primero de noviembre, el día de los muertos. Muy bien celebrado en México. En Colombia solo es recordado por los religiosos y los ancianos que visitan más de tres veces por semana al cura del barrio y recitan de memoria el credo y las letanías. Sin embargo, esa mañana algo gris, fue diferente: era la primera vez en el año que visitaríamos todos en familia a nuestros muertos, esparcidos en la ciudad, unos hace más de 10 años otros apenas con unos meses. Eran casi las 10 de la mañana y entre esa insoportable fila de autos sobre la avenida, y los vendedores ambulantes que ofrecían por las ventanas bocadillos, aguas saborizadas y cd´s piratas con baladas, mi mamá buscaba en su libro “oraciones para el ser querido” algunas plegarias para armar su itinerario en los cementerios. Yo solo mantenía la mirada sobre las pequeñas gotas que caían en la calle, en los carros, en la gente, mientras en la radio sonaba una desagradable canción de Macaferri y Asociados que tanto le gusta a mi hermana, esa que se quedó en la casa de la abuela la noche anterior.


¡Qué día más lento!, ¡más deprimente!, no podía evitar pensar en lo que la gente a la que le importaba un carajo el día de los muertos estaba haciendo: quizás durmiendo, leyendo un buen libro, tomando un café, fumando un cigarrillo….cualquier cosa, menos atravesando la ciudad para ir a las tumbas de sus familiares en medio de sollozos, rosarios, pasto, lápidas, mausoleos, estatuas de Ángeles, en nombre del padre del hijo y del espíritu santo….amén. Un freno en seco me aisló de mis pensamientos. De repente, todos bajaron del carro. Mi mamá con su cara llena de ternura pidió que la acompañara. No dude en hacerlo. Al salir del carro verde me di la vuelta y justo al frente veo todo un pabellón lleno de locales de flores que surgieron de la nada.-Ayúdame a escoger las más bonitas para el tío Hernán- dijo mi madre. Luego de unos segundos caminé entre los tallos, y el cemento, mirando entre tantos colores y formas. Cerca al techo de las “caja de fósforos” un penoso anuncio bautizaba cada lugar: “las marías”, “el clavel”, “alegría” y “clarita” que solo podía transmitirme humildad y simpatía.

Al caminar un poco más al fondo me detuve en la acera y escuche una voz algo ronca que decía:-mija, no se vaya sin sus vueltas, son 5 mil. Una señora gorda se devolvió y le dio las gracias. Esas palabras de sinceridad cautivaron mi atención. Al mirar arriba decía “Chela”, y justo abajo del letrero estaba una mujer de pelo largo y entrenzado, con una gorra azul que apretaba su cabeza. Usaba un delantal cuadriculado con más de 5 bolsillos: en cada uno tenía tijeras, cintas, tarjetas, alfileres y claro… la plata. No cabía duda de que era ella. Inmediatamente me acerque a su arsenal de flores, habían mas de 8 personas que buscaban entre miles de claveles, rosas, dalias y gladiolos, algo especial. De repente, la mujer se me acercó y me dijo: señorita soy “Chela o Chelita” ¿qué busca? Dígame no más que quiere y yo se lo alcanzo- la mujer se reía y me dejaba ver un hueco en medio de sus dientes. En ese momento hice cara de niña buena y le agradecí. Mientras iba de un lado a otro esa señora de 50 años, Chela o Chelita, como fuera, se trepaba en un banco más alto que ella para alcanzar algunas enredaderas. Usaba tenis blancos, tenidos de verde por los tallos, una sudadera fucsia con azul algo percudida. Su cara tenía pocas arrugas, usaba lápiz labial rosa y pestañina negra, y justo en la mejilla izquierda tenia un lunar café, que combinaba con sus ojos grises. Luego de unos minutos empecé a tocar las flores, a mirar los mejores arreglos que tenía. Buscaba algo sencillo pero elegante, nada saturado y lleno de moños. De pronto vi unas flores blancas de solo cuatro pétalos y centro amarillo. En seguida llamé fuerte a Chela y llegó en un solo paso. – me llevo éstas- dije- ahh esas son muy lindas pa´que…pero ¿sabe cómo se llama?- me quedé en silencio- tienen un nombre feo: “Ranúnculo” pero aquí las llamamos Ingratitud- ¡esas son las que necesito!- usted sabe hace cuánto no visitamos las tumbas de la familia? Dije y la mujer se echó a reír, todo el mundo la miró. En ese instante llegó mi mamá, también le gustaron las flores. De repente, ella y Chela se saludaron de beso en la mejilla:-pero ¡sumerce! Años sin verla y no le pasan los años! – ¡Chelita usted siempre tan bonita!- le dijo cariñosamente mi mamá. No contaba con que ellas se conocían, giro inesperado. Fue extraño verlas a las dos hablar una de la otra como si fueran las mejores amigas: mi mamá con sus anillos bien puestos, ella con sus uñas pintadas de rojo, la piel morada y con esencia a flores, pero nunca viejas, a pesar de cortar por años miles de claveles, orquídeas, petunias, lirios, jacintas y otras tantas flores de nombres extraños.


Detrás de Chela habían 7 muchachos, todos en escala….eran sus hijos. Tenían botas pantaneras y usaban guantes para hacer los arreglos. El más pequeño se me acercó con su cara llena de mocos y sus ojos profundos. Sin decirme una palabra me regaló un cartucho, yo le di un pequeño chocolate y salió corriendo. De pronto, llego Chela con un ramo de flores y me dijo: igualítica a Sandrita, tome pa´que la casa se le vea bonita. Me sentí apenada por tanta amplitud de su parte.

Ya era hora de irnos, todos esperaban en el carro. Esa mujer tan impactante por su carácter y rasgos fuertes pero con el alma delicada como las flores que trabaja, se despidió con un abrazo y un beso. Me tomo la mano y me dijo algo que cambió mi día, o por lo menos logró despertar mi entusiasmo:- mija, es mentira creer lo que decimos casi todos los vendedores: que las flores duran, son hermosas y buenas porque las trajimos especialmente pa´los que las compran. La única verdad es que duran, se ven buenas y hermosas porque las personas las cuidan, les sonríe y les habla cuando las ponen en sus casas porque allí viven con los vivos, pero nunca con los muertos, así es la vida, así es usted, así soy yo.

Antes de subirme al carro guardé las flores en el baúl. Empezó a llover más fuerte, me senté y tenía en mi mano el largo cartucho que desprendía un olor profundo, un olor a vida. Después de 20 minutos, llegamos al cementerio, donde oramos a cuatro tumbas: la del tío Juan, la prima Gabriela, el abuelo Joaquín y la tía Emma. Sin ponerle cuidado a las palabras que citaba mi madre, me concentraba en arreglar las tumbas, adornarlas con los claveles y orquídeas que compramos. Un aroma fresco invadía la zona. Recordé por unos segundos lo que vivimos 4 meses atrás: la terrible tarea de enterrar a mi tía Emma, en medio del sol, del llanto y el desaliento. Hoy en pleno invierno venimos a su tumba con total tranquilidad, no faltaron las lágrimas que recorrían cada vez más débiles la cara de mi mamá, de mis tías y mis primos.


Al último en visitar, fue a mi Tío Hernán, su alfombra de hierba estaba abandonada, cubierta de olvido. Su tumba estaba acompañada por más de 30 a su alrededor. Inmediatamente limpié la lápida, le quité las hojas marchitas y regué agua fresca. Cuando tomé las “ingratas” con mis manos para ponerlas en el florero cobrizo me di cuenta  de que su centro amarillo se había vuelto verde, se veían extrañas, quizás porque sabían que cuando las dejáramos ahí, no las veríamos envejecer.

Ya era la 1 de la tarde, el sol empezaba a salir tímidamente. Decidí esta vez tomar el volante. Poco antes de llegar a mi casa, mi mamá me dijo:- Tu regalo se ha muerto…mira no más como está ese cartucho- tienes razón, dije. Lo pondré en agua.

Después de unos meses, volvimos a nuestro ya acostumbrado itinerario de visitas en el cementerio. Pero esa vez, todo fue distinto. No quise bajarme del carro cuando llegamos a la caseta de Chela, tenía sueño y me ardía la garganta. Mi mamá  tardó más de media hora en volver. Cuando se sentó en la silla del copiloto vi por el espejo que su nariz estaba roja y sus ojos se veían más claros de lo normal. Me dejó fría. No sabía si preguntarle qué le pasaba. Después de unos minutos,  lo entendí, cuando me entregó las flores que compró y vi que no había ningún regalito de Chela para mí.
- ¿qué te dijo Chela?
- nada
- ¿por qué? ¿está muy ocupada?
- no, está en el cielo.

El jabón

El jabón es una especie de piedra, pero no natural: Sensible, susceptible, complicada. Tiene una especie de dignidad particular. Lejos de sentir placer (o al menos de pasar su tiempo) en hacerse rodar por las fuerzas de la naturaleza, se desliza entre sus dedos; se funde a simple vista, antes que dejarse rodar unilateralmente por las aguas.


El jabón de humanos, el jabón del deseo. Duro, casi piedra. Suave a la vez. El jabón que delicadamente se deja atrapar pero en un intento agresivo por tenerlo huye para no volver. No siente placer, pero se deja seducir por las manos, sin importar como sean. Es el victimario del deseo de la piel. El jabón casi vivo, se deja abrazar, acariciar, no una vez sino muchas al día, por la noche, en silencio. Siente los dedos, se funde en ellos. A veces manejable, a veces difícil, sensible, con algo de dignidad.


*

El hombre preparó el jabón para el uso de su cuerpo; y sin embargo, no es fácil sostenerlo. Este guijarro inerte es casi tan difícil de sostener como un pez. Helo aquí que se me escapa y como una rama se zambulle en el estanque…despidiendo en seguida a sus expensas una nube azul de evanescencia, de confusión… ¡qué magnífica forma de vivir nos enseña el jabón! Su frente seca al sol, se oscurece, se endurece, se arruga, se agrieta. Los cuidados lo resquebrajan. Pero así, inactivo, olvidado, no se conserva mejor.

Por el contrario, en el agua, donde se ablanda y circula, parece estar a sus anchas- cuesta trabajo atraparlo-, ágil, voluble, elocuente se desplaza-gasta a un ritmo inquietante-. Allí no está impunemente… ¿es esto lo que se llama llevar una existencia disoluta…? Yo veo más bien en ello el signo de una particular dignidad…

El hombre toma un jabón que tiene ínfulas de mujerzuela, de deliciosas curvas, de un cuerpo liso, desnudo y va dejando un rastro perfumando en su rápido paso por la piel. Ahora inquieto, se deshace en el afán. El agua y el movimiento lo envejecen hasta el punto de dejarle marcas negras, casi arrugas profundas que nunca se irán. Poco a poco pierde su prestigio y las manos ya no lo toman con agrado, pues no es fácil pensar que otras han pasado por él en un ligero contacto, en un juego de coqueteos, pasiones del que ya ninguno se acuerda.

Ese jabón que parece intocable, difícil de domar tiene una debilidad: basta con brindarle una dulce caricia y un poco de libertad para que caiga a los pies de su dueño inmediato, revelando su verdadera condición disoluta, pero nunca, nunca digna.


*

Este huevo, este llano

Rodaballo, esta pequeña

Almendra que se desenvuelve tan rápidamente

(Casi instantáneamente)

En pez chino.

Con sus velas, sus kimonos

De anchas mangas.

Tal es su traje de novia.

Así festeja sus bodas

Con el agua.



Un pequeño pez nacarado

Salta inquieto por entre los dedos.

Con suaves movimientos

Se enredan en un eterno abrazo

Sumergiéndose en el agua,

Y al llegar a lo profundo

Se pierden en el tiempo.

Del pez sólo queda el olor,

De los dedos algunas arrugas

Después de aquel mágico juego.


*

Hay mucho que decir a propósito del jabón. Exactamente todo lo que él cuenta de sí mismo cuando se lo rocía con agua de cierta manera. En seguida parece inclinado a decir muchas cosas, que las diga pues. Con volubilidad, con entusiasmo. Hasta desaparecer por el agotamiento de su propio tema. Cuando ha acabado de decirlas ya no existe. Cuanto más tarda en decirlas. Cuanto más puede decirlas y más lentamente se funde, de mejor calidad es. Naturalmente siempre dice lo mismo. Y lo dice no importa a quién. Se expresa del mismo modo con todo el mundo.

Piedra charlatana…

Que hay mucho y casi infinitamente que decir a propósito del jabón, es evidente. Y puede ser que haya mas para farfullar que para decir. Aquí se impone una cierta volubilidad externa. Y un cierto entusiasmo en perderse, en entregarse.

No duda tampoco en decir siempre las mismas cosas. Y en decirlas siempre del mismo modo a no importa quien-con júbilo, se sobreentiende-. Pero lo más maravilloso es que se sale de estos ejercicios con las manos más puras. He aquí la gran lección. Y que este ejercicio sea el más conveniente para la higiene intelectual eso también se sobreentiende.

El jabón se enfrenta al monólogo de su existencia, se vende en cada encuentro como nuevo y discretamente agota su tema predilecto, pues sin pudor alguno elogia su narciso estilo de vida, pero teme quedarse suspendido en el silencio que anuncia el fin de su actuación. Hay esta ese jabón con tanto para decir y en tan poco tiempo.

A cada invitado le muestra una máscara diferente, pero al final, sigue siendo el mismo, recorriendo las mismas palabras, escribiendo en la piel la misma letra de siempre. Su entusiasmo se va apagando con el tiempo. Lo que no sabe es que solamente una vez pasará mediocremente por el escenario cuando, en su intento por hablar, se desvanezca y quede resumido en un minúsculo suspiro que anunciará al público que su función ha terminado. Hay esta ese jabón con tanto para decir y ya no tiene tiempo. Su recuerdo quedará reducido en las palmas de esos hombres de corta memoria que lo aplauden, esas por donde pisó una y otra vez y las hizo sentir puras.

Hablemos de periodismo

Una prensa libre es una prensa para la democracia. Sin libertad de expresión se reduce nuestra capacidad de ver y entender el mundo. Sin duda, en los países latinoamericanos y especialmente en Colombia, la libertad de opinión en el oficio periodístico atraviesa por un momento crucial, no solo por el rastro histórico de impunidad en los asesinatos a nuestros colegas sino también porque la función investigadora y vigilante del poder propia de esta profesión se ha visto acallada por las amenazas y señalamientos del gobierno y de agentes externos, llevándonos a situaciones de represiones y autocensuras. Esta realidad que involucra al periodista junto a otros factores como el poder, los intereses, el miedo o a veces la indiferencia, la falta de profundización y rigurosidad en su trabajo, atacan directamente la integridad del oficio y al fin mismo de entregar la información necesaria a la sociedad sobre aquellos temas urgentes que emergen del panorama político, económico y conflictivo del país. Desde esta perspectiva es determinante hacer una mirada al papel que nos corresponde a la luz de la calidad periodística teniendo como eje la situación de conflicto armado colombiano siendo un tema de primer orden y que implica, más que cualquier otro, un tratamiento responsable.


Si bien, la calidad en términos periodísticos mide la eficacia de la información y la coherencia entre los intereses informativos del público y la entrega oportuna de la misma por parte del periodista que se vale de sus principios éticos y profesionales. Tanto el periodista como el medio, según Juan Forero, corresponsal del Washington Post, el periodismo: “debe darle voz a las víctimas del conflicto, entendiendo por esto la contraposición de intereses y opiniones que se manifiestan por medio de la violencia”; para Ibar Aibar reportero de la Agencia Reuters es válido ver a los medios como ese soporte que permite la expresión de aquellos que, en condiciones de conflicto denuncian y exigen cambios, sin embargo, señala que: “ es increíble ver que tantas muertes y desapariciones no son noticia acá”, lo que muestra una vez más cómo la sociedad se ha insensibilizado ante su realidad y cómo el periodismo a veces da prioridad a la inmediatez o a los intereses comerciales antes que a lo verdaderamente sugerente y relevante, esto es, lo que nos hace ser humanos:“el trabajo del periodista es dar voz al que no la tiene y usar su inteligencia para hacer llegar estos temas”. Siguiendo la misma línea, Karl Penhaul corresponsal para CNN, revela que en el trabajo diario de las empresas periodísticas en su afán comercial, la muerte cobra un sentido banal: “un muerto no importa, pero si son más, sí” y es allí justamente donde se deben asumir nuevos retos profesionales para estar en capacidad de contextualizar la realidad sin darle muchos matices grises.

Estos periodistas que tienen la responsabilidad de mostrar y dar una versión cercana sobre el conflicto colombiano a públicos de distintas partes del mundo convergen en que los nuevos desafíos del periodismo están marcados por una alta calidad informativa que exige nuevos lenguajes, nuevas formas de contar las historias detrás del drama social y contextos claros para entender las lógicas de esta guerra prolongada, que evidentemente en la mayoría de los medios nacionales se cuentan de forma parcializada y dejan de lado muchos interrogantes. Así, un claro propósito del periodismo, en palabras de Juan: “es contar lo más significativo, lo que le ayuda a entender a la gente cómo es Colombia”. De otro lado, los corresponsales señalan cómo los medios nacionales se convierten fácilmente en reproductores de declaraciones, de cifras y no en centros de análisis y crítica, hay por lo tanto, una ausencia de diversidad.

No obstante, el tema de calidad periodística, libertad de expresión y conflicto también es discutido por periodistas colombianos, tal como Ignacio Gómez quien no niega la tendencia actual de los medios nacionales a tener una misma orientación por efecto de las presiones económicas y políticas a las que están sumergidos. Aun así, considera que “la libertad, está en la cabeza, no tenemos porqué tener una versión unánime de las realidad (…) faltan medios de comunicación y faltan esfuerzos de la gente por contar las historias que hay que contar”. En cuanto al conflicto, el periodista de Noticias Uno considera que “No hay garantías reales para cubrir el conflicto armado desde la perspectiva de las víctimas” pues las constantes pugnas del gobierno y la situación de violencia colombiana no permiten un pleno desarrollo del trabajo periodístico, por lo tanto la calidad se afecta. Por su parte, el periodista Alfredo Molano, reconoce que la mayoría de los medios nacionales emprenden su labor desde las versiones oficiales y hay un vacío periodístico por no atreverse a conocer otras versiones. “La judicialización y las amenazas conllevan al exilio” siendo formas de silenciar aquellos que con esfuerzos se arriesgan hacer público las irregularidades del poder.

Esta mirada de algunos periodistas a su profesión pone en evidencia los intentos que actualmente se hacen por asumir un rol más crítico que logre profundizar en los contenidos y examine los métodos para acceder y publicar una información, contrastando con la creciente polarización mediática y la tendencia generalizada a ver los vasos medios vacíos. La calidad periodística puede medirse desde distintas acciones: la verificación, la independencia frente al poder, la lealtad al público, el respeto pero también como lo muestra la periodista Jenny Manrique la calidad, está presente en la preparación profesional para hacer reportería, para escribir una noticia y relatar los sucesos de un tema, que en el caso del conflicto armado merece de un trato especial. Desafortunadamente, como lo señala Manrique “no hay garantías de seguridad para el periodista de conflicto, no hay preparación para entrevistar a las víctimas” sin embargo, el periodista por sus propios medios puede formarse y evaluar su nivel profesional en términos de calidad periodística, en tanto puede proponer pequeñas salidas, tener rigor en su investigación y contar con la astucia suficiente para narrar lo que ocurre con total veracidad e intensidad. Tal como lo dice Germán Rey el oficio del periodismo es “representar en público los vaivenes y las tensiones de una sociedad, mostrar la vida de sus protagonistas comenzando por los más invisibles, percibir las fisuras que anuncian conmociones aún más duras en las relaciones humanas o en la convivencia social”. (2004)

Punto y aparte

Un día nuevo, presentía la llegada de una misión poco entusiasta hacia las 7 de la mañana. El café claro sabía amargo, se fue el deseo por comer. Desde mi departamento, la ciudad se ve aparentemente normal, no desnuda ante mis ojos la verdad ruidosa y dramática que entre edificios y escasos árboles se esconde. Tomo las llaves del carro y justo en la puerta de mi estrecho hogar, doy un vistazo a la sala, cada cosa en su lugar, y acepto una vez más que la tranquilidad de ese momento será la única del día. Apago el equipo que me envolvía de paz con su sambinah Bossa Nova. Aprovecho la calma en un prolongado suspiro.


Luego de maldecir al creador de los semáforos y a la única chatarra que tarda más de seis minutos para avanzar 5 metros y que la gente descarada se atreve a llamar tren, miro el reloj y muestra las 8 y treinta. Al llegar a la oficina de paso siempre con su patética fachada gris y verdosa decidí tomar el radio móvil y comunicarme con el Comandante de la Policía Metropolitana, mi general Rodolfo Palomino, al que le tengo respeto pero no aprecio. Sólo bastó 5 segundos para que me ordenara ir a su despacho. Con un saludo cordial me miró a los ojos y me dijo: hoy la tarea es en la noventa y tres. Con la mofa en la cara le dije:- ¿hoy los gomelitos del norte están protestando porque no les dieron plata pa´ rumbear?-¡bastaría llamar a sus papitos para calmarlos! ¿No cree?- dijo frunciendo el ceño-Mi cara cambió- organice a sus compañeros para desalojar a un grupo de desplazados que se tomaron el parque, ¡los quiero ahí a las 10:30!- Esa fue la orden.

Al salir de la incómoda oficina, se me ocurrió cerrar los ojos por un momento para desaparecer; tan solo lo logré por unos segundos. Anuncio a mis 60 hombres ESMAD la tarea asignada. Me armo de valor, y ellos como yo de otras tantas cosas: overoles antiflama, chalecos porta granadas, guantes de protección, máscaras antigas y varios fusiles Gas, listos en conjunto para enfrentarnos a la fragilidad y el terror que viven los desplazados. En camino al parque, me sudaban las manos y pensaba: ¿Quién diría que detrás de esta figura robusta y con aires de poder se esconde un hombre al que le duele su trabajo? Me reí algo incrédulo mientras apoyaba mi cabeza en una la vieja silla de la patrulla. Al llegar a la hora fijada, el escuadrón se organizó frente a mí y ordené usar los cascos y escudos antimotín ya con cicatrices de los enfrentamientos. El panorama no podía ser más desgarrador: no eran 20 hombrecitos con ínfulas de rebeldes como quería imaginármelo, eran casi 150 personas entre niños, madres, padres, ancianos y jóvenes que se habían organizado para soportar unos cuantos días de estadía en el parquecito de los ricos, valiéndose de unos miserables cambuches, con unos cuantos palos mojados por la lluvia, pocas ollas y una o dos mudas de ropa. Mi estúpido orgullo por ser policía se fue al piso. Con una señal dí la orden de acordonar la zona.



En medio de la multitud, ví salir un hombre que gritaba para llamar la atención de los oficiales, fue así como el Comandante Palomino se le acercó y lo interrogó con su imponente figura de poder, mientras el hombrecito parecía una mosca acorralada por una lagartija. Luego de unos minutos respondió ser el Líder del grupo. De inmediato la patrulla lo detuvo. Yo, anonadado por el contexto, miré a uno de mis hombres que me insistía con señas iniciar la labor. Ya eran las 11:30.

Una parte de mi “ser humano” quiso salir corriendo pero mi orgullo no me dio para tanto. Me conformé con recibir los reportes de mis colegas. De pronto, escuché como uno de ellos le decía a otro entre la bulla:- “¡qué descaro! Están pidiendo 58 millones de pesos por cada uno para irse del parque…ellos saben que el gobierno algo dará, pero nunca una cifra de esas, ¡piense no más cuánto nos ganamos!…y trabajando” ellos se echaron a reír. Algo en mí se despertó y de pronto entre las voces que pedían la presencia de funcionarios de la Acción Social, los llantos de las ancianas y los niños, las cámaras y algunos micrófonos de unos cuantos medios de comunicación que buscaban la primicia, la imagen del día, la entrevista al admirable policía, al débil desplazado, me llené de ira y di la orden del desalojo.

-ya es hora- Anuncié, y en filas de 15 hombres rodeando el parque empezamos a avanzar paso a paso. Sudaba frío porque no sabía si el miedo que sentía era mayor que el de los desplazados que se resistían a irse sin respuesta. Di un paso más: y unos 5 hombres del grupo se reían, otro pasó: y las mujeres halaban las camisas de sus maridos en busca de una salida. Tres pasos: estaban encerrados. Los hombres hicieron cara de terror, medio paso: los niños cerraron los ojos y gritaron. Ahogado en tensión, llamé de inmediato a 15 policías mujeres para que tomaran a los pequeños y los sacaran de ese incivilizado acto. Supe mucho después que los llevaron al bienestar familiar. No puedo negar lo vulnerable que es el hombre cuando se siente acorralado, de alguna forma ellos encerrados entre nuestros escudos, armas y en su miseria, yo, ahogado entre mi papel de héroe policíaco y victimario del destino de esas personas.

Algunas palabras escabrosas iban y venían. La violencia hizo de las suyas. Mirando al suelo empujaba con mi cuerpo a unos 3 hombres que intentaban golpearme y hacia mi lado, una mujer puso en su pecho un niño como si fuera su escudo indestructible ante mis hombres ESMAD. Yo, siendo uno de ellos, preferí enfrentarme a una tropa entera de hombres y no a la desgarrada mirada de esa mujer. Fueron tres horas y media de terror puro.

El cansancio, venció a los pobres hombres hacia las cuatro de la tarde. El desaliento y la impotencia de los desplazados perdieron la batalla, algunos de mis agentes golpeo fuertemente a los mas “fuertes”. La mayoría huyó, otros fueron detenidos. Los locales del sector habían cerrado sus puertas. Mis compañeros empezaron a aplaudir por el buen trabajo hecho, yo les di la espalda, mandé al carajo mi uniforme, tapé mi cara con las manos y pensaba que no podía seguir viviendo del dolor de otros, me sentí sucio, animal, irracional. Un leve camino de sangre corría detrás de mi oreja izquierda. No le di importancia.

Entre el sutil rastro de los gases lacrimógenos y el humo de la leña quemada miré el reloj que daba las 5 de la tarde. El parque quedó destrozado, pero la calma llegó para algunos funcionarios y representantes gubernamentales que empezaron a disfrutar de su cuarto de fama ante las cámaras. Frente a mí, estaba el representante del Gobierno Nacional, diciéndole a un periodista que tomaba nota de lo que iba a decir: “Con esta actitud, los desplazados le dan una bofetada al trabajo que hemos hecho, este tipo de procedimientos son inútiles porque esos logros no se dan en un parque".

Mientras decía esto, pensé en el cinismo de esas palabras: seguramente los logros de los que él hablaba se daban en los semáforos donde los desplazados sobreviven invisiblemente, y en su intento por recuperar su dignidad buscan llamar la atención en los lugares donde no son bienvenidos. No quise hablar con ningún medio, ni con mis colegas de trabajo pero no de pensamiento. Eran las 6 de la tarde, caminé dos veces por las mismas calles antes de subirme a mi carro, una hora mas para pensar la vida, de ellos, la mía.

Al llegar a las cuatro paredes que llamo hogar, preferí no prender la luz ni el maldito televisor, serví un trago y me senté en un viejo y penoso sillón. Mirando las luces de esta fatídica ciudad sabía que era el momento de tomar una decisión: seguir o abandonar ese trabajo que me dio lo que tengo pero me regalo un insoportable malestar que muy pocos sienten hoy por el horror de otros a los que miran con un bostezo en la cara, con pesar y desgano. De repente, pensé que alucinaba, veía una sombra que me acorralaba, me quitaba el aliento y se llevaba la calma, quizás era mi conciencia por no decir que era otra cosa. Cuando pensé que tenía en mis manos la respuesta, dejé caer mi cuerpo sobre el sofá con una sonrisita en la cara, y un soplo que borró el espanto. Tomando con la izquierda mi credencial policiaca con intenciones de partirla en dos, quedé de una sola pieza:- ring, ring- Era el teléfono, pensé no contestar, pero mi mano ya había tomado la bocina. Sin preguntar quién estaba del otro lado, luego de 3 segundos supe que era mi esposa, tenia su voz entrecortada, muy alterada me grito:- ¡amor! ¡Amor!....-¿qué ocurre?,-dije- hoy cumplía 17 años en la empresa, ¡Oh por Dios! ¿Sabes cuál fue el regalo?- sentí de inmediato que otra desagradable noticia venía, mientras ella se echó a llorar-¡me echaron del trabajo!...ahora, ¿qué vamos hacer?