jueves, 18 de marzo de 2010

La mujer de la cárcel Modelo

Dentro de la cárcel pareciera que el mismo aire pasara por seis mil pulmones en tiempo récord. Hay un olor especial, similar al de las plazas de mercado donde los pájaros enjaulados mueren o esperan su libertad. Al final de un pasillo, aparecen dos puertas de hierro; una, tiene dos vidrios circulares donde algunos presos se asoman esperando ver algo nuevo; la otra, se abre y da paso a un par de tacones rojos de ocho centímetros que aguantan a un hombre de un metro con noventa de altura y de voz grave intentando ser dulce. Se llama Henry de bautizo pero ha sido Jessica desde siempre.


Afuera, el aire no pesa y corre libre. En la entrada de la cárcel hay un letrero que intenta explicar que en la Modelo se cultiva cultura de libertad. Llama la atención que justo al frente, en medio de basuras y calles rotas, han clavado una leyenda que más bien parece un chiste flojo: “tú haces el ambiente Inpec-able”. Jessica ha tratado durante nueve años y dos meses poner en práctica ambas premisas en el patio tres de esta cárcel para hombres. Su celda, de luz pobre, dos veces más grande que un ascensor para seis personas, con un espejo largo como para verse de perfil pero no de frente y una caja vieja llena de ropa de mujer, es el lugar más limpio de todo el establecimiento, quizás, uno de los más privilegiados. Todos los días tarda una hora en arreglarse. A sus cincuenta años le gusta usar pantalones ajustados con algún detalle especial, como uno de sus favoritos que dice “sexy” justo en el centro de su nalga izquierda. Se siente cómoda con el escote de sus blusas que dejan al descubierto un poco de su brasier talla treinta y ocho. Nunca olvida retocar el maquillaje de sus cejas, pestañas, pómulos y de sus anchos labios. Al final, pone una pañoleta en su cabeza para ocultar la alopecia, toma el bolso y se siente lista para salir a caminar con elegancia en medio del hacinamiento, entre burlas escabrosas y vulgaridades que con el tiempo aprendió a ignorar. Hoy en día, simplemente dice ―gracias papacitos, ¿yo qué haría sin ustedes?― manda besos y sonríe con naturalidad.

Ella, con delicadeza, se sienta en una silla cualquiera dentro de un consultorio médico para contarme su vida en una sesión de tres horas, como si se tratara de una terapia para desahogar sus pensamientos. Sin dejar de cruzar sus piernas perfectamente depiladas, cierra los ojos para recordar los primeros días de condena, cuando vivía entre violadores, homicidas y personas con VIH. Las riñas diarias, que terminaban en muerte, hicieron que el miedo se convirtiera en su mayor debilidad, pues su condición de homosexual y transgenerista la hacía, más que a nadie, vulnerable al riesgo. Cada vez que salía de su encierro, uno que otro cacique o Pluma, como le llaman a los presos de poder, mandaba a alguno de sus pupilos a tirarle palos, papas y botellas en manifiesto a su hombría. Su único consuelo era la presencia de otro travesti, que luego de unos días fue remitido a otra cárcel. Así, esta mujer de espíritu y corazón aprendió a vivir sola, a fuerza de trabajos y de una larga espera de visitas que nunca llegaron.

Ahora, la “Jessi”, como le dicen algunos guardias y compañeros de patio, es uno de los internos más antiguos. El tiempo y el encierro la convirtieron en una figura de poder y reconocimiento dentro de la cárcel. Solo ella, desde hace tres meses, tiene la posibilidad de salir 72 horas cada dos meses en estímulo a su buen comportamiento y a su participación en jornadas de aseo o peluquería. Todos los días, desde muy temprano, visita hasta las celdas más olvidadas para escuchar las necesidades de los internos: les lleva ropa de hombre y cobijas de algunos conocidos que salieron en libertad. ―Los consiento, bailo con ellos, les arreglo el cabello, las uñas. Algunos chicos de buena voluntad me dan bonificaciones por mi trabajo, a veces con papel higiénico, a veces, con galleticas―. En su bolso rojo, que más bien parece un morral desgastado, carga un par de hojas escritas de su puño y letra. Allí consigna algunas inquietudes de los reos, y luego, cada vez que puede, se acerca a las directivas de la Modelo para entregarles esa lista de penas y necesidades, en busca de colchonetas y ayuda sicológica. Ahora que puede jactarse de su fama y sus buenas obras, sin que alguien llegue a molestarla, me cuenta que gracias a su trabajo gratuito pero lleno de voluntad, ha logrado hacer de su patio un lugar más digno, con algunas mesas para no comer como animales y un par de sillas para que los más ancianos puedan ver con tranquilidad cómo acaba otro día.

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Claudia Penagos, la única fisioterapeuta de esta cárcel superpoblada, sabe del poder que Jessica posee, porque en medio de gestos tiernos y visitas esporádicas a su consultorio, le recomienda atender mucho más rápido a los internos con los que mantiene discretos romances. Casi siempre se trata de jóvenes con algún encanto que llevan a cuestas el peso de su soledad. Alejandro, con fama de ser el preso más apuesto e instruido de toda la cárcel, aún tiene paciencia cuando Jessica lo ve y le dice que es su marido. Él y todos lo que están cerca se echan a reír mientras alza la mano para mostrar el anillo de su dedo anular recordándole que allá afuera está su mujer que lo espera. A pesar de sus intentos sentimentales, Jessica no olvida la razón de su condena, que más allá de tratarse de un malentendido, es la defensa de un amor, un amor que después de casi diez años se arrepiente de haber conocido porque prometió estar con ella hasta el final si tenía el valor de encubrirlo en un homicidio resultado de una dosis de puñales, tragos y drogas. Tras cuatro meses de audiencias negó la verdad por temor y solo hasta el día en que la juez la sentenció pudo entender que la confianza que le daba su inocencia la había traicionado. Su libertad, al igual que el hombre que la culpó, se marchó para siempre.

Detrás de su mirada coqueta y sus gestos de profunda feminidad se escapa un grito ―Me encantan los hombres pero ¡cómo los odio!―. Su experiencia la ha hecho concluir que ninguno la ha querido de verdad. Sin ser fatalista me dice que aquellos que se le han acercado le brindan compañía y cariño, pero nunca amor, porque la relación con el paso de los años se vuelve costumbre, falsa, interesada, llena de infidelidades y maldad. Únicamente han visto en ella un refugio, a veces, un desacierto. Jessica suspira y se va por un momento. Después de unos minutos me cuenta, en forma de secreto, que mantiene una relación a distancia con un hombre que conoció en la cárcel, todos los días hablan por teléfono y comparten con palabras sus soledades. Ella, solo cuando cuelga, recuerda sus traiciones. Prefiere no decir mucho al respecto.

Marco, un joven de 25 años portador del VIH, quiso contarme que luego de las cinco de la tarde, cuando los guardias cierran bajo llave las puertas de cada patio, Jessica suele sentarse en una banca a llorar. Él cree que es por falta de amor; ella sabe que es por una frustración a causa del encierro, que no le permitió ver a su madre antes de morir pero sí le dio la oportunidad de abrazar el ataúd de su padre en la ciudad de Ibagué. Jessica tiene dos formas de expresar su vida; una, con alegría y carácter; otra, con dolor por lo perdido. Esa es la cruz que lleva todos los días. No se arrepiente de haberse ido de su casa a los 15 años, de dejar a sus ocho hermanos y a sus padres ejemplares. Todo lo arriesgó para defender su identidad, para usar labiales y vestidos sin que nadie le dijera que estaba mal, para tomar hormonas femeninas y a los 37, haberse puesto implantes en el pecho y en las caderas. De lo que sí se arrepiente es de no haberle dicho a nadie que desde los siete años un hombre la violaba, que más tarde en las calles se prostituyó para pagar un arriendo y poder comer, que las cicatrices en los brazos son producto del maltrato y que durante toda su vida creyó en el amor hasta el día en que descubrió que gracias a él y a una estúpida pared no podía ver crecer a sus sobrinos.

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La única cafetería de la cárcel Modelo está en el patio tres. Jessica se tomaba un café para calmar el frío y viajar nuevamente al pasado. Ella le pagó al muchacho que atendía con tres cigarrillos y le picó el ojo. Recuerda que la peor experiencia de su vida fue su traslado a la cárcel de Cómbita, una cárcel de alta seguridad en el departamento de Boyacá. Fue la interna 1500. Siempre ha pensado que la primera impresión es la que cuenta, así que ese día se arregló como nunca. De repente, su voz se quebrantó y ella se derrumbó en llanto: trataba de explicarme que luego de dar unos pasos en esa cárcel le pusieron grilletes en los pies y en las manos como si se tratara de un monstruo, le quitaron la ropa, su maquillaje, le cortaron el pelo y la poca libertad que le quedaba. Durante 43 días la obligaron a vestirse como hombre, pero siempre se ingenió la forma de quitarse la ropa hasta quedar en interiores, sin importar cuánto frío tuviera que aguantar. Su barba había crecido considerablemente. Hasta ese punto pensó que prefería morirse antes de seguir siendo tratada como un objeto sin valor. Gracias a Ana María Escobar, Jefe de prensa de la cárcel Modelo, Jessica volvió a Bogotá, aprendió sobre Derechos Humanos y las labores de la Defensoría del Pueblo. Desde ese día se siente la mujer más afortunada. Ya no había más torturas.

Falta media hora para que se acabe la terapia que ayuda a desahogar los pensamientos. Jessica se retoca suavemente el maquillaje corrido por el rastro de sus lágrimas y cambiando radicalmente el tema, me dice que la novela de las ocho está buenísima pero a veces está tan cansada que se queda dormida. Nadie pensaría que en la cárcel hay mucho que hacer, pero ella rompe ese falso mito maquinado por los que no aprovechamos o valoramos cada minuto de libertad. ―El día que no pego un grito o no me ven caminando por ahí, ese día me extrañan―. Solo el dolor de la fibrosis causado por sus viejos implantes hacen que Jessica no salga de su celda. ―Siento un malestar muy fuerte, por eso me quedo quietica, me he hecho cirugías por gusto, pero nunca me comparo con las mujeres, porque ellas son creación, nosotras, somos postizas―. Nuevamente vuelve a su rostro una sonrisa coqueta.

Cuando sale de la cárcel toma un taxi, va a centros comerciales, iglesias, compra detallitos para algunos internos y siente que vuelve a vivir. La diferencia es que en la calle ya no es “la Jessi”, sino una persona como cualquier otra, que intenta seguir adelante a pesar de su miedo a no encontrar amigos y a no cumplir sus sueños, como el de volver a ver a sus hermanas y tener su propio salón de belleza con una foto de Jessica Lange, la protagonista de King Kong de los años setenta a la cual le copió su nombre y una que otra mirada. Trayendo su mente de nuevo a la cárcel agitó fuertemente las manos y todas sus pulseras sonaron como un cascabel. Así me contó que en el mes de agosto acabará de pagar su condena. Sin embargo, ella sabe que su deuda con la vida terminará el día en que por fin pueda visitar los ladrillos de la tumba de sus padres. Solo hasta ese momento podrá encontrarse con ella misma. Mientras cierran su celda se despide de mí y guarda, como todas las noches debajo del colchón, unas cuantas palabras para olvidar los tiempos en que el amor pudo más que la verdad. Por ahora seguirá siendo Jessica, la mujer de la cárcel modelo, esa a la que no le importa quitarse los tacones para darle una cachetada al que la merezca.

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