martes, 16 de marzo de 2010

Punto y aparte

Un día nuevo, presentía la llegada de una misión poco entusiasta hacia las 7 de la mañana. El café claro sabía amargo, se fue el deseo por comer. Desde mi departamento, la ciudad se ve aparentemente normal, no desnuda ante mis ojos la verdad ruidosa y dramática que entre edificios y escasos árboles se esconde. Tomo las llaves del carro y justo en la puerta de mi estrecho hogar, doy un vistazo a la sala, cada cosa en su lugar, y acepto una vez más que la tranquilidad de ese momento será la única del día. Apago el equipo que me envolvía de paz con su sambinah Bossa Nova. Aprovecho la calma en un prolongado suspiro.


Luego de maldecir al creador de los semáforos y a la única chatarra que tarda más de seis minutos para avanzar 5 metros y que la gente descarada se atreve a llamar tren, miro el reloj y muestra las 8 y treinta. Al llegar a la oficina de paso siempre con su patética fachada gris y verdosa decidí tomar el radio móvil y comunicarme con el Comandante de la Policía Metropolitana, mi general Rodolfo Palomino, al que le tengo respeto pero no aprecio. Sólo bastó 5 segundos para que me ordenara ir a su despacho. Con un saludo cordial me miró a los ojos y me dijo: hoy la tarea es en la noventa y tres. Con la mofa en la cara le dije:- ¿hoy los gomelitos del norte están protestando porque no les dieron plata pa´ rumbear?-¡bastaría llamar a sus papitos para calmarlos! ¿No cree?- dijo frunciendo el ceño-Mi cara cambió- organice a sus compañeros para desalojar a un grupo de desplazados que se tomaron el parque, ¡los quiero ahí a las 10:30!- Esa fue la orden.

Al salir de la incómoda oficina, se me ocurrió cerrar los ojos por un momento para desaparecer; tan solo lo logré por unos segundos. Anuncio a mis 60 hombres ESMAD la tarea asignada. Me armo de valor, y ellos como yo de otras tantas cosas: overoles antiflama, chalecos porta granadas, guantes de protección, máscaras antigas y varios fusiles Gas, listos en conjunto para enfrentarnos a la fragilidad y el terror que viven los desplazados. En camino al parque, me sudaban las manos y pensaba: ¿Quién diría que detrás de esta figura robusta y con aires de poder se esconde un hombre al que le duele su trabajo? Me reí algo incrédulo mientras apoyaba mi cabeza en una la vieja silla de la patrulla. Al llegar a la hora fijada, el escuadrón se organizó frente a mí y ordené usar los cascos y escudos antimotín ya con cicatrices de los enfrentamientos. El panorama no podía ser más desgarrador: no eran 20 hombrecitos con ínfulas de rebeldes como quería imaginármelo, eran casi 150 personas entre niños, madres, padres, ancianos y jóvenes que se habían organizado para soportar unos cuantos días de estadía en el parquecito de los ricos, valiéndose de unos miserables cambuches, con unos cuantos palos mojados por la lluvia, pocas ollas y una o dos mudas de ropa. Mi estúpido orgullo por ser policía se fue al piso. Con una señal dí la orden de acordonar la zona.



En medio de la multitud, ví salir un hombre que gritaba para llamar la atención de los oficiales, fue así como el Comandante Palomino se le acercó y lo interrogó con su imponente figura de poder, mientras el hombrecito parecía una mosca acorralada por una lagartija. Luego de unos minutos respondió ser el Líder del grupo. De inmediato la patrulla lo detuvo. Yo, anonadado por el contexto, miré a uno de mis hombres que me insistía con señas iniciar la labor. Ya eran las 11:30.

Una parte de mi “ser humano” quiso salir corriendo pero mi orgullo no me dio para tanto. Me conformé con recibir los reportes de mis colegas. De pronto, escuché como uno de ellos le decía a otro entre la bulla:- “¡qué descaro! Están pidiendo 58 millones de pesos por cada uno para irse del parque…ellos saben que el gobierno algo dará, pero nunca una cifra de esas, ¡piense no más cuánto nos ganamos!…y trabajando” ellos se echaron a reír. Algo en mí se despertó y de pronto entre las voces que pedían la presencia de funcionarios de la Acción Social, los llantos de las ancianas y los niños, las cámaras y algunos micrófonos de unos cuantos medios de comunicación que buscaban la primicia, la imagen del día, la entrevista al admirable policía, al débil desplazado, me llené de ira y di la orden del desalojo.

-ya es hora- Anuncié, y en filas de 15 hombres rodeando el parque empezamos a avanzar paso a paso. Sudaba frío porque no sabía si el miedo que sentía era mayor que el de los desplazados que se resistían a irse sin respuesta. Di un paso más: y unos 5 hombres del grupo se reían, otro pasó: y las mujeres halaban las camisas de sus maridos en busca de una salida. Tres pasos: estaban encerrados. Los hombres hicieron cara de terror, medio paso: los niños cerraron los ojos y gritaron. Ahogado en tensión, llamé de inmediato a 15 policías mujeres para que tomaran a los pequeños y los sacaran de ese incivilizado acto. Supe mucho después que los llevaron al bienestar familiar. No puedo negar lo vulnerable que es el hombre cuando se siente acorralado, de alguna forma ellos encerrados entre nuestros escudos, armas y en su miseria, yo, ahogado entre mi papel de héroe policíaco y victimario del destino de esas personas.

Algunas palabras escabrosas iban y venían. La violencia hizo de las suyas. Mirando al suelo empujaba con mi cuerpo a unos 3 hombres que intentaban golpearme y hacia mi lado, una mujer puso en su pecho un niño como si fuera su escudo indestructible ante mis hombres ESMAD. Yo, siendo uno de ellos, preferí enfrentarme a una tropa entera de hombres y no a la desgarrada mirada de esa mujer. Fueron tres horas y media de terror puro.

El cansancio, venció a los pobres hombres hacia las cuatro de la tarde. El desaliento y la impotencia de los desplazados perdieron la batalla, algunos de mis agentes golpeo fuertemente a los mas “fuertes”. La mayoría huyó, otros fueron detenidos. Los locales del sector habían cerrado sus puertas. Mis compañeros empezaron a aplaudir por el buen trabajo hecho, yo les di la espalda, mandé al carajo mi uniforme, tapé mi cara con las manos y pensaba que no podía seguir viviendo del dolor de otros, me sentí sucio, animal, irracional. Un leve camino de sangre corría detrás de mi oreja izquierda. No le di importancia.

Entre el sutil rastro de los gases lacrimógenos y el humo de la leña quemada miré el reloj que daba las 5 de la tarde. El parque quedó destrozado, pero la calma llegó para algunos funcionarios y representantes gubernamentales que empezaron a disfrutar de su cuarto de fama ante las cámaras. Frente a mí, estaba el representante del Gobierno Nacional, diciéndole a un periodista que tomaba nota de lo que iba a decir: “Con esta actitud, los desplazados le dan una bofetada al trabajo que hemos hecho, este tipo de procedimientos son inútiles porque esos logros no se dan en un parque".

Mientras decía esto, pensé en el cinismo de esas palabras: seguramente los logros de los que él hablaba se daban en los semáforos donde los desplazados sobreviven invisiblemente, y en su intento por recuperar su dignidad buscan llamar la atención en los lugares donde no son bienvenidos. No quise hablar con ningún medio, ni con mis colegas de trabajo pero no de pensamiento. Eran las 6 de la tarde, caminé dos veces por las mismas calles antes de subirme a mi carro, una hora mas para pensar la vida, de ellos, la mía.

Al llegar a las cuatro paredes que llamo hogar, preferí no prender la luz ni el maldito televisor, serví un trago y me senté en un viejo y penoso sillón. Mirando las luces de esta fatídica ciudad sabía que era el momento de tomar una decisión: seguir o abandonar ese trabajo que me dio lo que tengo pero me regalo un insoportable malestar que muy pocos sienten hoy por el horror de otros a los que miran con un bostezo en la cara, con pesar y desgano. De repente, pensé que alucinaba, veía una sombra que me acorralaba, me quitaba el aliento y se llevaba la calma, quizás era mi conciencia por no decir que era otra cosa. Cuando pensé que tenía en mis manos la respuesta, dejé caer mi cuerpo sobre el sofá con una sonrisita en la cara, y un soplo que borró el espanto. Tomando con la izquierda mi credencial policiaca con intenciones de partirla en dos, quedé de una sola pieza:- ring, ring- Era el teléfono, pensé no contestar, pero mi mano ya había tomado la bocina. Sin preguntar quién estaba del otro lado, luego de 3 segundos supe que era mi esposa, tenia su voz entrecortada, muy alterada me grito:- ¡amor! ¡Amor!....-¿qué ocurre?,-dije- hoy cumplía 17 años en la empresa, ¡Oh por Dios! ¿Sabes cuál fue el regalo?- sentí de inmediato que otra desagradable noticia venía, mientras ella se echó a llorar-¡me echaron del trabajo!...ahora, ¿qué vamos hacer?

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