jueves, 18 de marzo de 2010

Memoria de una plaza en silencio

Para este mes, perdí la cuenta de las veces que he ido a la plaza de Bolívar, simplemente porque en la mayoría de visitas  he tenido que explicarle a mis compañeros de carrera la historia de este lugar y  hacer un análisis sobre la arquitectura, entre otros temas que no vale la pena mencionar. Sin embargo, en mi última visita las cosas fueron diferentes y quizás por eso será muy difícil olvidar lo que viví: ese día no miré, contemplé,  no pensé en mí, sino en el otro, no oí, escuché.

Cada parte de la plaza  es una historia diferente, cada mirada cansada pero esperanzadora  ha sido testigo de la historia de un país que ha pasado por guerras y pérdidas que  se conservan en el silencio. Qué mejor lugar para sentarme, con lápiz  y papel en mano, junto a un adulto que “calentándose”  con el sol bogotano de la tarde me contaba lo que pensaba sobre la espesa y oscura niebla de los crímenes de estado, un tema que duele al recordar pero que aún sigue latente  en el día a día de los colombianos. Por eso, era entendible que algunas personas me dejaran con media palabra en la boca y se fueran porque la sola idea de pensar en el estado les causaba malestar o ya bien fuera porque la lógica moderna no les dio permiso para  hablar aunque fuera un minuto sobre el dolor que les puede causar tantas muertes injustas que pareciera no cargar al hombro el país. Desafortunadamente, todo apunta a que estamos destinados a vivir en un mundo contra reloj.

Qué otro lugar que no fuera la plaza para hacer memoria de las bofetadas que le han dado al pueblo colombiano. Hablar de crimen de estado es hablar de represión, entendida en un término colectivo, comprendido por jóvenes y adultos mayores que ven imposible en Colombia la libertad de pensamiento y más aún cuando es en manos del estado que recae la muerte de tantos seres, familiares, amigos, conocidos, porque una verdadera disculpa o siquiera  la aceptación de los errores  no se ha ni se efectuará por parte del gobierno  que  cada vez que puede se aprovecha del poder que  la gente les ha otorgado. Sin embargo, si se juzga al estado se estaría juzgando en un sentido mas amplio a todos los colombianos porque cada ciudadano tiene deberes que a veces pareciera olvidársenos, y como buenos colombianos casi siempre aquello que se nos ha asignado, lo hacemos hasta el ultimo momento, en el fin de los tiempos.  Hablando con la gente, se me vino a la cabeza una idea Husserliana que refuerza  el pensamiento de los colombianos, y es que  si un crimen se ve como una represión, esto significaría  el freno  total a los impulsos del espíritu  haciendo que el sentido de la existencia del hombre pierda valor en el mundo, si no se puede pensar libremente, no se puede entender  nuestra realidad simplemente porque no hay justicia. “pensar, es desaparecer” como me dijo uno de los entrevistados, ya que al pensar en  divulgar una verdad, se está asumiendo el riesgo de morir por no callar. La violencia  fragmenta  aquello que para algunos es totalmente significativo, el mal pone en crisis el mito, la verdad ultima humana. Es así, como el derecho a la libre expresión toma otro rol: el de ser un privilegio.

La muerte de Galán, la toma del palacio de justicia, hasta la muerte de Garzón han sido golpes muy fuertes para nosotros los colombianos, y ¿qué podría decirse de aquellos crímenes de estado que  se han ahogado en el silencio, en la indeferencia del estado y la impunidad? secuestrados, desaparecidos, y desplazados son señalados por el pueblo como obra de los malos tratos, de aquello que el  gobierno hace por debajo de cuerda, buscando culpables, creando cortinas de humo en los medios, que más de un colombiano toma como verdad.

No puedo ser indiferente al caso de la señora Maria del Carmen Leal, una mujer de 57años que ha vivido el drama del desplazamiento por generaciones, lleva ese dolor en la sangre, sus sueños frustrados porque según ella, las cosas son de otro color en la capital, la tierra, la casa, los animales, se han ido y ha chocado con el pavimento, el ruido de la urbe,  otra vida diferente que deseaba para sus hijos.  El pensamiento de Riké es aplicable en la situación del desplazado pues en términos generales, su forma de entender la realidad,  ha sido suprimida por la violencia que ha roto totalmente el sentido de lo que para él es sagrado, esto es, su vida antes del desplazamiento. Llegar a una cuidad como Bogotá después de tener lo necesario para vivir en completa tranquilidad, significa volver a nacer, enterrando la posibilidad de volver a la vida campesina. Se vuelve casi una obligación la acción de integrarse al mundo moderno capitalista que vive por el “progreso”, la eficacia, con el fin del reconocimiento.

La indiferencia es uno de los peores enemigos del hombre, y lo digo porque durante la tarde se me acercó un hombre que llevaba una niña de brazos y a su lado una mujer, deseando contarme la desgracia de su situación, no quedando duda de eso, por su semblante y la de su familia. Lo que verdaderamente me paró en el tiempo, luego de haberle dado unas pocas monedas fue su reacción, sonriendo, dijo:- “¿si ves? por fin alguien se da cuenta de que estamos pidiendo auxilio, que alegría”. Luego se fueron. Esta pequeña pero  dura situación, me abrió los ojos hacia una verdad  a la que la victima cada día se enfrenta, una tragedia que va más allá de lo material: vivir como si fuera transparente, como un objeto innecesario, la impotencia de no poder  defenderse, de apelar por unos derechos que le corresponde. Solo esa familia sabe lo que se siente.

Las víctimas están en todas partes, pero nos hacemos siempre los de la vista gorda, evadimos un compromiso que tiene nuestro espíritu con los demás, de cierta forma, también somos victimas de otro tipo de cosas, de la velocidad del mundo en el que buscamos prioritariamente suplir las necesidades materiales  que dejan en un segundo plano las necesidades del alma. No obstante, los colombianos sentimos la presión de la culpa, todos sabemos  lo que pasa a diario, muchas veces nos lavamos las manos  juzgando a otros, pero nuestra culpa crece en silencio, disimuladamente, pocos se atreven a divulgarlo y a señalar las penas que se deben ejecutar por los delitos del pasado, del presente.

La mayoría de las personas con las que hable en la plaza, convergen en que los crímenes de estado, tras ser investigados, deben ser  castigados de diferente manera a como se juzgan los crímenes cometidos por los grupos al margen de la ley, a pesar de que ambos terminaron con la vida de muchas personas y dejaron recuerdos imborrables en nuestra mente. El castigo, debería ser aun más severo puesto que se ha abusado de la confianza del pueblo colombiano. Más allá de una cuestión de igualdad de condiciones, el castigo da la oportunidad de aliviar las culpas y no dejar en el viento las arbitrariedades que se han dado a lo largo de la historia. El problema real es a quien o a quienes  se les señalará, pero, para que esto se materialice, podrá pasar mucho tiempo. La incertidumbre esta en todos los rincones, los culpables de los crímenes pueden pasarnos por el lado y  no nos daremos cuenta, pues el silencio se maquilla y muestra la patética fachada del “yo no fui”.  A pesar de esto,  queda el consuelo  de que el mayor castigo espiritual consiste en callar aquello que se ha hecho, haciendo que la mancha del pecado o mancilla  crezca más. Entonces surge el remordimiento.

El pueblo a pesar de ser victima, de ser maltratados como dice Maria del Carmen “en nuestros servicios, en lo mínimo, en lo básico, en la aguapanela y un pan…”  deja en claro que la ley  y los derechos humanos son los encargados de hacer los señalamientos a los crímenes de estado  porque en ellos se reflejan la buena conducta del hombre, y constatan la ideología  colectiva, la subjetividad social de lo que significa “el bien”. 

De ese día en la plaza. que conecta y a la vez separa a la gente. me llevo las ideas, las opiniones de esas personas que todas las tardes en ese lugar hacen memoria y recuerdan como si fuera ayer aquellos momentos de dolor que para muchos ya se ha mitigado, para otros siguen intactos, lo importante es que  contando sus penas, están pidiendo mas compresión, y que  a veces, resulta ser cierto que  cuando se cuentan las alegrías  es mas difícil entender el sufrimiento del otro, somos seres egoístas, pero tenemos conciencia, y ésta cada día nos recuerda el compromiso que tenemos con nuestros hermanos, es bueno tomarse un tiempo para escuchar, para que  los demás narren y entiendan su realidad. Pasa el tiempo y el pueblo sigue insistiendo en seguir siendo”, es decir, en sobrevivir ante el endurecimiento de la realidad así como lo dice Jean Améry. Hablando y  escuchando se logra recordar sin miedo, por el contrario con mucho valor, esperando que algún día la justicia llegue y haga de las suyas, pero ¿quién dará la lucha  en nombre del pueblo? Quizás las victimas, los muertos, los secuestrados y todos aquellos que han vivido en carne  propia la violencia que trae un crimen de estado.

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