martes, 16 de marzo de 2010

Historia sin nombre

Cuando yo tenía un año él cumplía dieciocho, hacía dibujitos y estudiaba arquitectura. Ahora tengo veinte y él viaja por el mundo una o dos veces al mes. Estoy convencida de que lo conocí por coincidencia y lo seguí por capricho. Nunca me habían gustado los hombres flacos, pálidos, con arete y orgullosamente convencidos de que todo lo que dicen es interesante, no quiero llamarlo excepción porque muy dentro de mí siempre quise estrellarme con alguien diferente. ¿El lugar del accidente? Una academia en el centro de Bogotá donde yo estudiaba técnicas visuales y él dictaba clases para diseñadores mientras tomaba Coca Cola como si charlara entre amigos. Luego, lo vi exponer en una pantalla gigante cómo navegaban los piratas por la web y trataba de esconder sus nervios pasando un anillo gris entre sus manos. Su toque de misticismo gitano y su sorprendente retórica hizo que más de uno saliera del auditorio diciendo que ese tipo con botas negras y cabello largo les había cambiado la vida. A mí, sin darme cuenta, me cambió el corazón. Por unos meses me olvidé de su presencia hasta el día en que descubrí en un pasillo que sus ojos me seguían con descaro, como si vieran en persona a Caperucita Roja por el bosque, esperando el momento de atraparla. Yo, haciéndome la inocente, con una risita estúpida, acabé el juego al cerrarle la puerta en la cara al lobo feroz.


Mis ganas de hablarle explotaron una tarde cuando se atrevió a invitarme a tomar el café más desabrido de toda mi vida. Creo que nunca se dio cuenta de eso ni de las cosas que le dije porque lo único que hacía era mirarme como si fuera un cuadro al que solo se puede ver pero no tocar, mientras se dejaba resbalar en la silla para recibir el sol. Sin planearlo mucho, nos veíamos una o dos veces por semana pero hablábamos por mensajitos de texto más de lo normal. Alguna vez me dijo que si él tuviera mi edad estaría loco por mí. Yo le dije que si él tuviera veinte jamás me habría fijado en él. En un intermedio de clases me preguntó cuál era mi número favorito. Cuando le respondí se despidió y caminó hasta el salón siete, y al cerciorarse de que estaba vacío, entró. Yo, a uno metros, en medio de mucha gente, sentí que me temblaban hasta las nalgas del susto y después de cinco minutos, como si me estuviera jalando con una cuerda, llegué a donde él estaba y cerré la puerta. Puedo decir que fue la primera vez que un hombre me besó de verdad, porque mucho antes de conocerlo solo tuve malos encuentros que me dejaban asqueada.

Dejando a un lado mi capacidad para cumplir las normas de lo “socialmente correcto”, olvidé por un buen tiempo que él era mayor y nunca me pesó la culpa de su trabajo como profesor. El riesgo fue mi dulce compañía y para él, la mejor forma de escapar de su rutina. Cuando se le antojaba, en la cafetería me leía alguno de sus libros favoritos al oído, sin importar que en la mesa de al lado estuvieran sus alumnos. Solo en secreto, tratando de extender más las hojas, tocaba mi cabello, y yo intentaba mirar su cuello para ver si estaba rojo, porque alguna vez una señora gorda me dijo que si eso ocurría era señal de que a ese hombre le gustaba de verdad una mujer. Al fijarme, abrí bien los ojos y me di cuenta de un pequeño círculo rojizo debajo de su barba. Aunque esa mañana hacía mucho calor, siempre quise pensar que la gordita de capul tenía razón. Con un poco más de confianza le enseñé a mirarme fijamente cuando le hablara, a que me respondiera cómo iban su vida y su trabajo con algo más que un monosílabo, pero él, haciendo uso de su encanto, me enseñó a hablar más bajito, a no preocuparme tanto para no morir de úlcera, a no seguir siendo el conejo blanco del cuento de niños que corre porque siempre se le hace tarde y a fijarme más en los detalles de la vida.

No quería sentirme identificada con la Lolita de Nabokov, pero me gustaba provocarlo con mis caprichos inocentes, con la boca, los ojos y con mi falta de madurez. Él se aprovechaba sin rodeos de mi debilidad y sabía que con solo verlo se me olvidaban los malos ratos. Tratando de hacer la tarde un poco más larga, le gustaba invitarme a sus clases, y a final de su discurso, me hacía sonreír con algún comentario que solo yo podía entender. En ningún momento lo vi llorar, gritar, fumar o preocuparse por algo que hiciera cambiar su expresión de completa tranquilidad. Me habría gustado acompañarlo en cualquiera de estos casos. Creo que a veces sentí ganas verlo dormir.

Nunca le pusimos nombre a lo que pasó. Pienso que, de haberlo hecho, todo se habría arruinado. Lo que si tengo claro es que no era lo suficientemente fuerte como para habernos decidido intentar algo más profundo. Luego del idilio me di cuenta que no tenía mucho que ofrecerle y él con el tiempo sintió que la edad y los prejuicios lo estaban agobiando. Aún así, la puerta quedó abierta el último día que nos vimos dentro de un ascensor, cuando me dijo que no todos entraban en su mundo y yo lo habité sin permiso desde el día en que me vio sentada, mordiéndome las uñas con cara de aburrida y esperando el inicio de una charla cualquiera sobre libros. Al final, como siempre, convencido hasta de sus bromas, me pidió que no olvidara en unos años llamarlo para invitarlo a mi apartamento, pues sin importar que estuviera al otro lado del mundo, no sería tan idiota de dejarme esperando.

Pensé escribir esta historia cuando tuviera treinta. ¿Por qué? Quizás para hacer un buen recuento de mi vida, pero si no lo hubiera hecho ahora, tal vez se me habrían olvidado muchas de las cosas que pasaron con él hace tres años. Hoy estudio periodismo y bailo tango, él publica su primer libro, tiene novia y un perro que encontró en la calle después de salir de cine.

Antes de que se cerrara la puerta del ascensor en el décimo piso, me susurró que cuando pensara en mí buscaría la forma de recordarme nuestra historia. A veces, de noche o al media día y donde quiera que esté, recibo sus mensajes. La última pregunta que le envié en veinte caracteres es qué esperaría de mí si me vuelve a ver, y él tan solo en diez, sin dejar de hacerle oda al silencio, me pidió que le sonriera como la primera vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario