domingo, 23 de mayo de 2010

REFLEXIONES SOBRE CINE Y VIOLENCIA

No recordamos el momento en que la violencia entró en nuestro imaginario, se apoderó de la razón y dejó un camino lleno de incertidumbres, penas y frustraciones. Lo que si tenemos presente es que la violencia se volvió costumbre, inmortal, una estrategia de poder o de defensa, una puerta directa hacia la muerte, la soledad y el olvido generalizado de un pasado sin nombre.
El cine, más allá del arte, es sin duda una forma perdurable de hacer memoria y de aproximar a escalas cercanas la realidad de nuestros hogares, ciudades y países, es entonces, una forma de contar lo inenarrable, de hacer visible lo impensable, lo cruel, lo vulnerable de la condición humana, quizás para pedir soluciones, concienciar sin importar el contexto o hacernos ver lo que pasa fuera de nuestra propia vida.

Películas como Celebración (1998), del famoso dogma 95, muestra como detrás de la ironía y una tranquilidad hipócrita, el núcleo familiar se ve marcado por un trastorno psíquico por parte del padre, quien violó a sus dos hijos menores durante la niñez, tratando de esconder sus acciones en la memoria borrosa y dispersa de su familia, caracterizada por una madre sin juicios, el carácter violento del hermano mayor y el egoísmo entre sus propios integrantes. La mancilla, que más tarde es descubierta en el banquete de celebración del cumpleaños del padre, es puesta en escena a cargo de su hijo Cristian y de la carta escrita por su hermana menor tras suicidarse. Ambos, llevados por su pasado indescriptible, falto de justificaciones, ven que la vida pierde sentido en tanto no encuentran la razón de su condición de víctimas y ocultan este episodio hasta cuando su dignidad y tranquilidad se lo permitieron. Lo curioso, es que en el transcurso de la película, la familia se muestra poco afectada por las confesiones y solo, cuando el padre acorralado por su hijo reconoce su culpa, cada integrante toma conciencia de lo pasado de forma ligera, sin cuestionamientos, mientras continúan con sus vidas normalmente.

La historia parece increíble, pero a la vez, pone en evidencia una desafortunada situación universal que a veces, a pesar de las denuncias y del paso del tiempo deja oculto el dolor, el sufrimiento y el peso de una vida marcada por la violencia sexual, sicológica y emocional, encerrados en recuerdos difíciles de descifrar.

Otra de las manifestaciones violentas más frecuentes dentro del contexto familiar se da bajo la represión de los padres a los hijos, pues a través de sus normas, proteccionismos, costumbres y personalidades, logran que en sus vidas como adultos busquen salidas violentas que van en detrimento con su propia dignidad. Un ejemplo de ello ocurre en la película La Pianista (2001), pues su protagonista, Erica Kohut, obligada por su madre a una vida estricta y de perfeccionismos en su labor como pianista, la conlleva a tener paralelamente una vida clandestina de conductas masoquistas y actos voyeuristas, siendo el reflejo de las traumas de su presente y pasado. El dolor, como un escape de su culpa, y la satisfacción inexpresiva por las relaciones sexuales de otros, la hacen frágil e incapaz de llevar normalmente un amor, rompiendo los límites entre lo moralmente establecido y sus deseos inexplorados, que con el tiempo la atormentan y la hacen perder su condición de sujeto. Lo curioso ocurre al final de la película pues queda la duda de su muerte o de su supervivencia, pero en ambos casos se demuestra una actitud de desesperación profunda ante la indiferencia de un encuentro violento con el joven que la amaba. La conclusión de esta secuencia de violencias nos lleva a una indudable falta de libertad y a unos traumas desde la infancia de la protagonista que la motivan a explorar los lados más oscuros de la sociedad, haciéndola víctima de las actitudes de su madre y de su personalidad forjada con autoritarismo.

Llevando la línea temática de la represión familiar, en la película Contra la pared (2004) se destaca la historia de una joven, Sibel, de padres turcos que solo admitían que se casara con un hombre que compartiera su identidad. Sin embargo, su afán por tener autonomía sobre su libertad y de vivir a su manera, la involucró con Cahit Tomruk, un hombre mayor que, sumido en una depresión por la muerte de su esposa, vivía entre drogas, alcohol y sexo, haciéndolo tomar reacciones violentas. Sin embargo, luego de haber contraído matrimonio con Sibel a fin de ayudarla, Cahit descubre en ella una razón para seguir viviendo y luego de pagar una condena por haber matado a golpes a un amante de la joven, decide buscarla en Estambul, donde ella, después de ser agredida y violada por varios hombres, logra salir adelante con su hija.

La historia, no solo trazada con la idea de un amor que logra cambiar la vida de los personajes, podría considerarse como el reflejo de miles de mujeres en el mundo que en su intento por ganar libertad resultan víctimas de los intereses y las trampas de otros, donde la violencia se sostiene en una ética alienante que atenta contra la ley del sujeto como ser social y estructura familiar. Así, la violencia “está asociada a la irracionalidad y la destructividad, a un acto perturbador, cercenante de la libertad de otro” (la violencia, 1990).

Estas manifestaciones de violencias que atentan directamente contra la dignidad y los derechos humanos, son contadas por el cine ante su virtud para narrar y hacer converger en un mismo espacio y tiempo situaciones propias del hombre en las que el dolor, la ira, la rabia, la humillación y la culpa van más allá de las palabras, expresándose por medio de gestos, lugares y planos que nos hacen sentir que la vida del otro es parecida a la nuestra, así como también intenta llevarnos a puntos en común, acercándonos a lo conocido y desconocido para despertar reacciones en un contexto real que pide a gritos cambios y mayores reflexiones sobre aquellos episodios de violencia que merecen ser contados en nuestros tiempos.